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Cuentito de suspenso

Entro a un pasillo largo, largo, largo. Hay puertas a ambos lados, pero todas parecen estar firmemente cerradas. La luz no tiene por dónde entrar, pero logra filtrarse por pequeños orificios y ventanas. Las paredes y los pisos son azules y verdes, pero no son colores vivos, sino apagados… colores mate y sin brillo. El lugar es lúgubre y tétrico. Parece que sus paredes han encerrado miles de gritos, miles de llantos. El dolor de muchos ha quedado impregnado en el ambiente.

Sigo avanzando por el corredor sin encontrar contacto humano. Me apoyo en el barandal de aluminio… está frío y duro. Doy pasos hacia arriba en cada uno de los escalones de granito, ¿o piedra?… No lo sé. Llego al piso superior y la imagen es muy similar. Otro pasillo largo lleno de puertas. ¿Es el segundo piso o es el mismo? ¿Es un laberinto? ¿Soy presa de una ilusión óptica o es una trampa sin salida?

Me aventuro y avanzo. Camino por ese pasillo con doble moral: parece tan esterilizado y tan sucio al mismo tiempo. Algunas partes del piso están húmedas, no sé si es cloro o veneno.

Trato de abrir una puerta, pero está cerrada. La manija está fría y muy floja, pareciera que la voy a tronar y se me va a quedar en la mano. La suelto.

Estoy desconcertado y temeroso. Las manecillas de mi reloj avanzan. Cada vez que el segundero se mueve, siento un tremendo golpe. Es el tiempo pasando. Tic… tac… tic… tac… tic… tac… Debo tomar una decisión.

Corro al final del pasillo, toco la puerta y escucho del otro lado: “Adelante”. Giro la perilla y la puerta se abre. Un hombre de bata blanca está sentado en el escritorio y escribe de manera ilegible sobre un pedazo de papel. Ante mi silencio, el hombre decide hablar: “Ah, tú vienes por la receta, ¿verdad? Toma.” La agarro, le doy las gracias y cierro la puerta detrás de mí. Corro por el pasillo, bajo las escaleras y salgo de ese lugar.

Sí, tengo la receta para comprar los medicamentos. Finalmente pude abandonar esa clínica del ISSSTE y dirigirme a casa.

(Dedicado a todos quienes disfrutan de usar su imaginación.)

Fauna fílmica

En cada función, de cada sala, de cada complejo de cine, de cada ciudad y de cada país existen diversos tipos de personajes…

  • “El detective”: dícese de aquel sujeto que piensa que es tan, pero TAN inteligente que siempre cree que resuelve la trama antes que los demás. Ejemplo: el fulano que grita: “¡No mames! El asesino es el mayordomo.” Generalmente, sus “brillantes” deducciones no afectan a nadie, porque los asistentes ya se dieron cuenta hace varios minutos, pero a veces llega a arruinar el suspenso.
  • “El traductor”: es aquel individuo que siente la necesidad de explicarle TODO a su novia porque seguramente cree que su pareja es retrasada mental. Ejemplo: “Mira, mi amor; ¿recuerdas al detective? Es el que golpeó al protagonista al principio de la película”.
  • “El escandaloso”: es la persona que logra comprar las golosinas con las envolturas más ruidosas. Para la mala suerte de todos los cinéfilos, “el escandaloso” tiene otra característica, tiene muy poca habilidad para abrir las envolturas y se tarda aaaaaaaaños en hacerlo. Por lo que durante varios minutos uno escuchará el ruido de la batalla entre él/ella y la maldita envoltura. ¿O será que la tortura se siente interminable?
  • «El futbolista»: El espécimen más molesto. La ciencia no ha descubierto cómo le hace, pero logra patear la butaca durante toda la función. Uno piensa: «A la próxima patada le digo». Así soporta uno la función. Mi teoría es que han perdido el control motriz y su pierna tiene movimientos involuntarios a lo largo de la película.
  • “El chistoso”: personaje a quien seguramente nadie le hace caso en su casa y va al cine a llamar la atención. Es el típico que quiere interactuar con la película y grita: “Asesino baboso, la protagonista está escondida bajo la cama”. Los encuentros con esta especie son raros y, usualmente, breves, ya que sus integrantes son expulsados de las salas cinematográficas.
  • “Los fajadores”/“Los de la última fila”: parejas que van a “darle vuelo a la hilacha” en la última fila del cine. Los hoteles más baratos y asquerosos rondan los 200 pesos; mientras que el cine cuesta poco más de 100 pesos por dos personas. Considerados por muchos una especie en extinción, todavía existen personas que van a saciar sus bajas pasiones en las butacas. Faje con palomitas incluidas.
  • “El importante”: recibe varias llamadas durante la función y a todos les dice “estoy en el cine”. Según él, en voz baja, pero todos los que están sentados cerca se enteran.
  • “El narrador”: sujeto que por alguna extraña razón ya vio la película y se la pasa contándola a sus acompañantes: “Ah, mira, ya viene la escena donde Batman se cae de un techo”.
  • “Las ancianas sordas”: mujeres de avanzada edad que oyen muy poco y cualquier frase la gritan a su acompañante. Ejemplo: “MARIO, PÁSAME UNA SERVILLETA”.
  • “Los siesteros”: hombres de avanzada edad que se quedan dormidos a media película. Generalmente no molestan, hasta que emiten ronquidos tan fuertes que uno piensa que ellos también vienen en Dolby 7.1.

La fauna de los cines es muy diversa. Hay muchos tipos más, y los niños merecen un post aparte. Cada sala es una representación de lo que somos como sociedad. Con todos los pros y los contras que eso implica. El cine es como la iglesia, todos esperan que los asistentes se mantengan en silencio durante la “función”.

La urgencia

“¡Qué guapo te ves!”, me dijo una compañera de la universidad una de tantas mañanas.

Yo, más sagaz que un zorro (y conociendo a una que otra «zorra»), sospeché de su repentino halago; porque nunca me había dicho algo así y menos en ese tono. Fui con una de sus mejores amigas para investigar mi hipótesis sobre el porqué de su comentario. Llegué con ella y le dije: “Oye, fulanita cortó con su novio, ¿verdad?”. A lo que respondió con un seco “Sí, ¿por qué?”. Ante tal información comprendí por qué me había tirado el calzón de manera tan descarada. Se había quedado sin proveedor de besos y apapachos.

Es triste ver mujeres (y también hombres) que no saben estar solos, que dependen de ser pareja de alguien para sentirse valiosos o queridos, que no tienen planes o actividades más que ir con el o la susodicha, que no tienen metas individuales sino colectivas. En ese grupo caen varias personas que nunca he conocido sin novio/novia. Las raras veces que escucho que están “solteros y sin compromiso”, de inmediato se agarran al primer tarugo o taruga que encuentran. La desesperación es un gran afrodisiaco.

También me sorprenden las personas que entablan una relación después de una peda en el antro, bar o casa de un cuate. Se emborracharon, fajaron y se hicieron novios. No saben sus gustos, sus tradiciones, sus metas… bueno, nada… a veces ni su nombre, pero son novios y están felices de intercambiar babas y uno que otro fluido corporal. Los antros y la vida nocturna se llenan de solitarios con vidas vacías en búsqueda de significado.

Las salas de urgencias atienden a los heridos graves, pero también debería de haber una sala de urgencias con especialidad en corazones rotos.

Vampiros en el súper

Ir al supermercado cerca de la medianoche es toda una experiencia…

No es una pasarela, pero sí un desfile.

Uno ve a la mujer en hot pants que causa que los ojos de todos los hombres presentes (clientes y empleados) la volteen a ver. Por lo menos hasta que el tipo de grandes músculos, camiseta entallada y cara de malhora se da cuenta.

En el súper, puede uno apreciar a otra especie, la de los hombres solteros. Para descubrir su estado civil basta con tan sólo echar un ojo a su carrito de compras. En él llevan cervezas o algún licor, el “cuartito” de jamón o comida congelada. Además, también han tomado papel de baño o pasta de dientes, pero las presentaciones más pequeñas que hallaron.

También acuden parejas que se besan y se abrazan. Mientras uno espera en la caja, la imaginación vuela y uno crea teorías: Acaban de tener sexo y nada más salieron para echarle algo a la tripa. Al concluir sus compras, volverán a su noche de sexo salvaje. Tal vez compren condones o, posiblemente, crema batida para hacerlo más emocionante. Vuelvo a la realidad cuando la “monita” de la caja pregunta si compraré tiempo aire para mi celular.

Los viernes no pueden faltar los grupitos de tres o cuatro hombres, a veces acompañados de una fémina. Algunos son muy “fresitas”, otros parecen albañiles. Los del “look albañilesco” compran su “caguamota”; los “pipirisnais” su Chivas o “ya de jodido” un vodka Absolut. Eso sí, ambas clases sociales están de acuerdo en los Sabritones o los cacahuates Mafer.

Cerca de las 11 de la noche suena el aviso por los altavoces: “Estimado cliente, le recordamos que a las 11 se suspenderá la venta de vinos y licores”. Un aviso muy normal, si no fuera emitido e interpretado de otra manera: “Órale, güeyes, agarren los pomos que vayan a llevar, porque está a punto de pelársela”.

A la medianoche, cual carruaje de Cenicienta, las cajas se convierten en calabazas. Las cajeras hacen su corte diario por lo que entre 11:50 y 12:10, los clientes esperan impávidos mientras las monitas cuentan el dinero, firman papelitos y prácticamente ponen de cabeza las registradoras. No cierran una caja, sino todas al mismo tiempo. Los clientes siguen en su espera hasta que finalmente las cajeras pronuncian las palabras de nuestra liberación: “Disculpe, ahora sí le cobro”. Es increíble que la cadena de consumo se congele por un corte de caja. Henry Ford se volvería a morir.

Personalmente, lo que me gusta de ir al súper a altas horas de la noche es el tener el súper casi para mí solo, ver como el poli bosteza y porta una cara de “quiero echarme una pestañita”, la tranquilidad de que no me atropellen con el carrito, de que algún chamaco no chille como ratón en licuadora. Frutas y verduras, carnes frías y refrescos, todos yacen ahí, sin vida, en espera de que yo los lleve a mi casa. Una bolsa de plástico será el vehículo de su último viaje.

Así son las compras para mí y para todos los clientes vampiros. Para quienes tomamos por asalto la tienda, cuando la gente normal está durmiendo.

Sóbale

Como decimos en México, mi padre me “agarró de su puerquito”…

Fue hace muchos años. Yo era un inocente y lindo (sí, lindo) niño de alrededor de 8 años. Mi padre y yo estábamos en el baño de un restaurante. Estaba a punto de lavarme las manos, pero… oh, sorpresa… no había llaves, manijas o algo similar para accionar el grifo. El infante (yo) se preguntaba cómo hacerlo funcionar. Tal vez en ese momento fue cuando mi padre decidió jugarme una broma.

Se acercó al lavabo e hizo correr el agua para lavarse las manos. Me dijo: “Es que tienes que sobarle”. Como cualquier niño para quien su padre es su héroe, ahí va el menso a sobarle al grifo. Sobé y nada pasó. Mi padre dijo “Mira, tienes que sobarle bien”. Acarició la nariz y salió el vital líquido. Sin importar cuánto sobaba yo, no salía el agua. ¿Qué súper poder poseía mi padre que podía hacer brotar el agua? Poco después, me lo reveló.

Ante mi cara de “¿qué pasa aquí?”, comentó: “Ah, cierto, es que, además de sobarle, tienes que apretar el botón que está en el piso”. En ese instante me di cuenta de que me acababa de “tomar el pelo”. Había sobado como un idiota cuando todo lo que necesitaba era apretar el condenado botón. Por supuesto que reí, aunque yo fui el patiño de mi padre.

Probablemente la lección es más filosófica en este caso. No importa qué tan sabio te creas y no importa qué tanto creas que eres capaz de verlo todo, tu padre siempre sabrá más y verá muchas más cosas que tú.

– Te amo, padre –

El hombre del taladro

Tengo 34 años y sólo me ha tratado un dentista durante toda mi vida…

Se trata del doctor Palma, quien, si mi vida fuera una película, seguro sería uno de los personajes más folclóricos.

Entrar a su consultorio es toda una experiencia. Desde que tengo uso de razón, se ha visto igual. Mismos muebles, mismos utensilios. Casi nada ha cambiado, el tiempo pasa impávido ante la modernidad o la globalización. Es como si se hubiera detenido en los años 80.

Desde pequeño me impresionó la gran cantidad de diplomas y reconocimientos que cuelgan de una de las paredes. En la actualidad, es algo por lo cual lo respeto profundamente.

En el muro también cuelga su título universitario. El cual, se convierte en una máquina del tiempo, ya que muestra a un joven de veintitantos años que contrasta con el adulto de casi 70 que peina canas.

El me conoció desde que yo era un mocoso. A veces, reflexiono sobre qué sentirá de haber sentado en su silla a un niño a quien sus padres llevaban para que le tapara caries por comer demasiados dulces y ahora atender a un hombre que mide más que él y porta barba. Tal vez el paso del tiempo ha hecho que lo vea como algo normal, pero, para mí, al meditar sobre ello, me parece impresionante. Desde mi punto de vista, yo lo he visto transformarse también.

Uno de los recuerdos que tal vez nunca olvidaré es sobre como hacía mofa a la vestimenta que mi madre elegía para mí. De acuerdo con él y con otro de sus colegas, mi madre siempre me traía con abrigo, pasamontañas y guantes… EN PLENO VERANO. Aseguran que el “pobre niño” (sí, yo) ni siquiera podía moverse entre tantas capas de ropa. Mi madre debate con dos defensas. La primera, que son unos exagerados; la segunda, que gracias a eso soy un hombre sano.

No es el doctor más apapachador, pero sí es uno de los mejores. Se desespera cuando los pacientes hacemos cara de dolor, cerramos la boca o metemos involuntariamente la lengua en el área donde está trabajando. Sin embargo, se siente orgulloso de sus trabajos y es el primero en alabarlos. Frecuentemente recuerda la “chulada” de dentadura que le hizo a Enrique Cuenca, el “Polivoz”.

No importa cómo se cepille uno, siempre tendrá un regaño sobre áreas donde el cepillado es deficiente, pero siempre será una reprimenda paternal. Como padre motivando a sus hijos a mejorar.

Una de las características de nuestro querido sacamuelas es su humor. Cuenta chistes de todos los tonos y colores; generalmente los del momento y frecuentemente relacionados con política. La mayoría son de doble sentido y poco aptos para los oídos castos de los menores, pero siempre contados con gran agilidad y gracia. Un verdadero talento tanto con el taladro como en la comedia.

Pero sus bromas van mucho más allá. Le fabricó una prótesis temporal a mi madre y decidió que sería muy cómico usar la fresa (el taladro) para colocar las iniciales de mi padre en el paladar de dicha prótesis. Fue gracioso. En especial porque mis padres llevan décadas divorciados.

También muestra su jocosidad al referirse a mi madre como la señora Vega (el apellido de mi padre). Lo cual, sobra decir, hace que mi madre se enfurezca, pero entiende que es broma.

Sin embargo, el tiempo no conoce la misericordia y él mismo lo confesó. La visita anterior nos comentó: “No cabe duda que ya me estoy volviendo viejo, ya tengo que apuntar los chistes para que no se me olviden”.

Otra de sus particularidades es corregir a todos los que decimos “limpieza dental”. En un santiamén, el odontólogo indica que el término correcto es “profilaxis”.

Su consultorio se ubica en uno de los edificios cercanos a la Plaza de Toros México y al Estadio Azul, por lo que aprovecho las citas para tomar una que otra foto. En algún momento le comenté: “Próxima cita, ¿el domingo a las 12?”, haciendo referencia a que podría revisarme los dientes y al mismo tiempo ver el partido de futbol. A lo que contestó con un directo: “Pues, vendrás tú solo”.

Creo que pocos tenemos el privilegio de ser atendidos por un doctor durante tanto tiempo y yo soy uno de ellos. Sin duda, el doctor Palma, es una de las personas que nunca olvidaré y que ha marcado tanto mi vida, como mi sonrisa.

Sonoro pedo el que se tronó…

Todo empezó una mañana. Cuando unos amigos, mi primo Édgar y yo fuimos al estadio de CU. La misión era, como en anteriores ocasiones, conseguir autógrafos y tomarnos fotos con los jugadores de Pumas.

Esperábamos a los magos del balón cuando uno de nuestros amigos se reventó un tremendo pedo. El estadio retumbó más que con mil Goyas. Botado de la risa y con una cara inquisidora (es decir de “fuiste tú, ¿verdad, cabrón?”) volteé a ver a mi primo, quien también doblado de la risa me indicó con el dedo que él no era el autor de la flatulencia. No recuerdo si olió o no, tal vez no. Lo que recuerdo es el estruendo que causó.

No pudimos encontrar al culpable, así que todos quedamos como presuntos pedorros.

El tiempo pasó, concluyó el entrenamiento auriazul y emprendimos el camino a casa. Todos contentos con fotos y autógrafos, pero alguien cargaba algo extra.

Yo platicaba con mi amigo y su hermano. Atrás de nosotros, caminaban mi primo y otro de mis amigos. De repente, volteé a verlos y me percaté de que iban desternillados de la risa. Ante un análisis rápido, no encontré causa aparente, así que los ignoré.

Proseguimos el camino y yo seguía escuchando las risotadas. Eran de esas risas que uno se empieza a reír de algo tonto o sin importancia, pero las carcajadas o lo chusco del acontecimiento hacen que uno ría sin parar.

Me preguntaba: “bueno, ¿qué les provoca tanta gracia?”. Los vi, como preguntándoles con la cara. Uno de ellos hizo un ademán de que fuera hasta donde ellos estaban.

Entonces, lo vi todo…

El hermano de mi amigo, que en esa época habrá tenido unos once años, se había cagado en los pantalones. Portaba una gran mancha café dentro de sus pantalones y caminaba como si el andar de puntitas fuera a prevenir ser tocado por la “calabaza” que traía.

Obviamente, no pude evitar soltar la carcajada. Ahora entendía el porqué de su hilaridad.

Por un momento, me puse en los zapatos de mi amigo y su hermano, así que me uní a ellos y logré no reírme. Aunque la imagen de sus pantalones manchados seguía flotando en mi cabeza.

Mi amigo y mi primo seguían en su fiesta, avanzando con paso firme, pero a carcajadas.

Finalmente fue demasiado para el «manchado» y su hermano. Mi amigo, muy apenado, me dijo “yo creo que nos adelantamos”. Lo que contesté con un “ok, nos vemos al rato”. Tomaron un camino diferente al nuestro y con paso apresurado.

Nosotros nos quedamos y ahora sí soltamos las carcajadas con toda libertad, hicimos chistes y seguro hasta lágrimas dejamos salir ante el infortunio de nuestro compañero.

En muchas ocasiones, cuando algo es divertido y curioso, lso mexicanos decimos que algo “es cagado”. Creo que no hay ninguna situación que amerite ese calificativo más que ésta; fue una anécdota muy “cagada”.

Servicio antisocial

¿Por qué tengo que hacer servicio social?

En serio, ¿por qué? Se supone que el servicio social es una manera de “retribuirle a la sociedad aquello que nos ha dado y que ha colaborado a nuestra educación”. A mí, no me han dado nada, por lo que, desde mi punto de vista, no tengo ninguna deuda con ella.

Desde el primer día de kínder hasta el último de universidad, mis padres pagaron cada centavo del costo de mi educación. Nunca fui a escuelas públicas, ni nunca conté con una beca. Insisto, ¿por qué tengo que hacer servicio social?

Entre las injusticias de este país se encuentra el servicio social. Es un trámite que me impide obtener mi título universitario. Aquel título que gané con mi esfuerzo y por el cual pagaron mis padres. Sin embargo, tengo que regalarle horas de trabajo y dedicación a una sociedad que, en mi caso, no tuvo que aportar. Ir a alguna remota comunidad que no colaboró en nada a mi educación. ¿Alguna vez yo fui a molestarlos para pedirles dinero para mi inscripción? ¿Les hablé para preguntarles cuando tenía duda en alguna tarea? ¿Les pedí que forraran mis cuadernos? ¡Nunca!

Entiendo que se pueda considerar como algo “humanitario”, pero no encuentro loe humanitario en algo que se tiene que hacer “a huevo”, donde no hay voluntad, sino obligación.

Que hagan servicio social los estudiantes de la UNAM, de las primarias y secundarias del Estado. Bueno, hasta a los del “bacho” deben enviar. Pero, ¿por qué? ¿Por qué demonios tenemos que hacerlo quienes nunca dependimos del Estado? ¿Por qué hacer servicio social quienes no tomamos dinero de los impuestos para recibir educación?

Se me hace una terrible arbitrariedad y una medida más de aquellos estados a los que yo llamo fascistas. En el barrio le dirían de otra manera, simplemente “una gran mamada”.

Transcurría el año de… (la verdad, no me acuerdo, pero sonó como una manera elegante de empezar).

Eran alrededor de las 11 de la mañana. Recuerdo que mi Bro, es decir, mi mejor amigo y yo dormíamos… ¡Ey! cada quien en su cama y cada quien en su cuarto… Él trabajaba, yo estudiaba la universidad. Ambos entrábamos tarde ese día. Los dos placenteramente soñábamos, tal vez con las labores de ese día, tal vez con alguna compañera pechugona o de “no malos bigotes”. Afuera, posiblemente, se oía el bullicio de la ciudad; adentro, puro ronquido. Todo era tranquilidad en el departamento. Mi madre se había ido a trabajar.

De repente, empezó a temblar. Yo estaba dormido y me desperté pensando en quién me movía la cama. Poco después, oí cosas moverse y el edificio crujir. Me di cuenta que era otro maldito sismo. Créanme que en una situación así, uno despierta de inmediato. Más, cuando se vive en un octavo piso.

Salté de la cama y corrí a colocarme en el marco de la puerta. Segundos después, vi que se abrió la puerta de la recámara de mi Bro. Ahí estábamos los dos papanatas en boxers, enfrentando el sismo. Nos saludamos y esperamos a que pasara. Era una escena surreal, los dos en calzones platicando sobre algún tema cotidiano mientras el departamento se agitaba. Según recuerdo, posteriormente nos enteramos que el movimiento había sido superior a los siete grados Richter.

No recuerdo que pasó después, seguramente, regresamos a dormir o comenzamos a prepararnos para nuestras actividades, pero el temblor nos dio un despertar como ningún otro y una imagen que nunca olvidaré, la de dos sujetos en boxers platicando en medio de un sismo.

Eufemismos

Odio los eufemismos…

Decimos “personas pequeñas” en vez de decir enanos, usamos “afroamericanos” o “personas de color” en vez de negros, empleamos “adultos mayores” en vez de ancianos.

De seguir por ese camino, al rato los gordos serán “personas con dimensiones diferentes” o “personas de mayor volumen” y los calvos serán “personas con discapacidad capilar” o “personas con frentes más amplias”. Quizás en un futuro los ladrones serán “personas con necesidad de obtener artículos con facilidad” y dejaremos de decir asesinos para referirnos a ellos como “personas con tendencia a extinguir vidas”.

Para mí, lo verdaderamente peligroso es que estos eufemismos son parte de todo lo que está mal con este mundo. Muestran que, como sociedad, somos incapaces de ser sinceros y decir las cosas tal como son.

La principal razón por la cual se usan estos eufemismos es para combatir y abatir la intolerancia; pero, ¿quién es más intolerante? ¿Aquel que le dice “persona pequeña” en público y que por dentro piensa “pinche enano” o quien le dice “enano” de cariño y de verdad lo quiere?

Los eufemismos son máscaras, caretas con las que la sociedad busca hacer más aceptables a aquellas personas que ella misma ha renegado.

¿Por qué nos referimos a los discapacitados como “personas especiales” o “con capacidades diferentes”? Todos somos especiales desde el punto de vista de que nadie es como nosotros. Todos somos únicos. ¿”Capacidades diferentes”? ¿Pueden volar o tienen visión de rayos X?

Todos tenemos defectos, pero también todos tenemos virtudes. La solución no es tapar los defectos o hacerlos aceptables, sino resaltar las virtudes y aceptar a las personas tanto con sus virtudes como con sus defectos. Stephen Hawking es una de las mentes más brillantes de la historia, a pesar de su grave discapacidad que lo tiene postrado en una silla de ruedas y que provoca que cada frase suya requiera un esfuerzo enorme. Sin embargo, nadie le dice “persona especial” o “con capacidades diferentes”, es un genio y todo lo demás, pasa a segundo plano.

Yo quiero a mis amigos por quienes son, no por como luce el envase en el que vienen. Tengo un amigo a quien afectuosamente llamo “mi amigo de chocolate”. En mis palabras no hay racismo, porque no recibe un trato diferente a los demás por tener la piel morena. Lo quiero por quién es.

Pero, además, en los eufemismos hay una gran hipocresía oculta. En las películas estadunidenses, actores como Will Smith y Eddie Murphy pueden usar la palabra “negro” y hacer burla de cuanto estereotipo existe sobre esa comunidad. La gente ríe y el público es feliz. Pero pobre de aquel tipo blanquito, de aquel caucásico, que diga negro en vez de afroamericano. La sociedad entera lo reprueba y casi lo quema vivo como lo hacía Torquemada durante la Inquisición.

Tal vez, algunas personas criticarán o se enojarán por este post, pero eso precisamente probará mi punto. Aquellos que lo acepten, serán parte del escuadrón encargado de cambiar a este mundo. Serán integrantes de un equipo que ve las cosas como son y valora a las personas por quienes son, sin importar si son enanos, gordos, discapacitados o simple y sencillamente bastante feos.